El Paquete Económico de 2026 quedará en la memoria más como un signo de continuidad que como una ruptura. Representa un esfuerzo por mantener la estabilidad y reducir riesgos financieros.

La atención pública que han suscitado las revisiones fiscales incluidas en el Paquete Económico para 2026 ha generado la impresión de que se trata de un proyecto desmesuradamente recaudatorio.

Se ha instalado la idea de que el aumento en los impuestos a las bebidas azucaradas, el alza en el IEPS al tabaco, los nuevos gravámenes a las apuestas y a los videojuegos violentos, así como la mayor retención en depósitos bancarios y la imposición de aranceles a productos asiáticos, configuran un escenario de incrementos fiscales generalizados.

En el imaginario colectivo se dibuja un 2026 marcado por una fuerte presión tributaria.

Sin embargo, los datos oficiales no respaldan esa percepción. Según las estimaciones de la Secretaría de Hacienda, cerraremos este año con ingresos presupuestales equivalentes al 14.8% del PIB, y para 2026 se proyecta un leve aumento hasta 15.1%. Es decir, apenas tres décimas de punto porcentual más del PIB.

El secretario de Hacienda no se equivoca al subrayar que se alcanzará la cifra más alta en la historia reciente. Pero también es cierto que, en términos relativos, ese avance resulta modesto. No se trata, como algunos imaginan, de un viraje radical hacia un Estado de gran voracidad recaudatoria.

En lo que toca a los ingresos tributarios no petroleros, se estima un crecimiento real de 5.7% en 2026. Es una tasa respetable, sobre todo considerando que la economía crecerá a un ritmo mucho menor. Pero está lejos de implicar un cambio estructural en el horizonte fiscal del país. Más que un salto histórico, lo que tendremos es apenas un paso contenido.

La comparación histórica ayuda a dimensionar. En 2015, por ejemplo, los ingresos tributarios crecieron mucho más que lo previsto hoy, gracias a una combinación de reformas previas, un entorno económico más favorable y una gestión recaudatoria vigorosa: el incremento fue de 27.2% real en los ingresos tributarios no petroleros. Entonces hubo un salto de varios escalones; lo que se anticipa para 2026 apenas equivale a subir un peldaño.

El Paquete Económico de 2026 es, sin duda, ambicioso en materia de medidas, pero los efectos en recaudación serán limitados.

La eliminación parcial de la deducibilidad de las cuotas del IPAB para la banca, los impuestos correctivos con fines extrafiscales y la modernización aduanera tienen un valor simbólico y estratégico: muestran un Estado que busca ensanchar su base fiscal y, al mismo tiempo, enviar señales de seriedad a inversionistas y socios comerciales.

Sin embargo, su impacto en los ingresos será contenido y, en algunos casos, más político que financiero.

Conviene, entonces, desmitificar la idea de que 2026 marcará un parteaguas tributario.

No lo será. México continuará recaudando menos que la mayoría de los países de la OCDE y muy por debajo de lo que se requiere para sostener un Estado social moderno.

La discusión sobre los nuevos impuestos no debe perder de vista que, incluso con estas medidas, el país se mantendrá en un rango modesto de ingresos públicos en proporción a su economía. El 15.1% del PIB propuesto, por más que represente una cifra histórica, palidece frente a los niveles superiores al 20% que alcanzan numerosas naciones comparables.

El verdadero desafío es otro: transformar la tributación mexicana en una palanca suficiente para financiar un cambio de fondo.

Para modernizar la infraestructura, robustecer la seguridad, ampliar y mejorar los servicios públicos, se requiere mucho más que ajustes marginales. Hace falta una reforma fiscal integral que no se limite a sumar parches recaudatorios, sino que edifique un andamiaje sólido, equitativo y sostenible.

Por ahora, el Paquete Económico de 2026 quedará en la memoria más como un signo de continuidad que como una ruptura. Representa un esfuerzo por mantener la estabilidad y reducir riesgos financieros, pero no inaugura una nueva era tributaria.

Es verdad que México ha mejorado su capacidad recaudatoria en la última década. Eso es innegable.

Pero estamos aún lejos de alcanzar el nivel que quisiéramos si aspiramos a un Estado capaz de modernizar de manera decidida sus instituciones, sus servicios y su infraestructura.

En otras palabras: se ha avanzado, sí, pero no lo suficiente. El país camina, pero aún a paso corto.

Si queremos un Estado robusto, con la musculatura necesaria para atender los grandes desafíos nacionales, la tributación deberá dejar de ser una brisa tenue y convertirse en un viento firme que empuje la modernización.

Lamentablemente, hablar de reforma fiscal en serio sigue siendo tabú para tirios y troyanos.