En el mundo del revés en el que vive Olga Dolnik el buen tiempo es malo y el malo es bueno. Para la ucraniana de 39 años, el sol inspira “miedo”, mientras que las mañana cubiertas de bruma le permiten abandonar su domicilio.
“Es muy frustrante. Hace meses que no puedo ir al parque donde hacía ejercicio”, afirma mientras acompaña a los visitantes en un recorrido a pie por Nikopol, aprovechando la niebla mañanera que cubre el cielo.
Olga asegura que los drones suelen adentrarse en la localidad atravesando la conocida calle de Shevchenka y pasan por delante de su residencia. “Son decenas a diario”, estima.
El paseo la lleva hasta el mercado central. “Aquí han atacado varias veces. Lo mismo que frente al supermercado ATB [a metros de la alcaldía]. Allí asesinaron a una señora hace días”, relata.
La caminata -“es mejor ir andando, ahora los objetivos son los coches”, había explicado la fémina- concluye de forma abrupta cuando se disipa la neblina.”¡Pi, pi, pi, pi!”. El detector de drones avisa que la placidez ha concluido. Se aproxima un aparato no tripulado. Hay que esconderse. En cuestión de segundos el centro de la localidad se ve sacudido por una potente explosión. Un dron acaba de atacar una gasolinera cercana.
El cielo despejado hace que se multipliquen las alertas en las redes sociales de las autoridades locales. “15:42 Un dron kamikaze va hacia la ciudad antigua”. “15:44 Un dron kamikaze va hacia el centro de la ciudad”. “15:56 Un dron kamikaze va hacia la ciudad antigua”.
Olga regresa de forma apresurada a su domicilio. “Hemos elegido bien el momento para salir a la calle. Ahora están pasando uno tras otro (los UAS)”, explica por teléfono poco después.

Nikopol, una pequeña localidad ucraniana situada a orillas del río Dnipro y a pocos kilómetros del otro margen, ocupado por las tropas rusas, se está convirtiendo en un remedo de la realidad disparatada que lleva viviendo Jersón desde el 2024.
La población, donde todavía residen unos 50.000 habitantes de los cerca de 108.000 que tenía antes de la invasión general rusa del 2022, lleva semanas asistiendo a un incremento desaforado de los ataques de las aerononaes no tripuladas. Sólo el domingo 23 de noviembre, estos artilugios se abatieron sobre cuatro estaciones de servicio -un objetivo prioritario en las últimas fechas- en la localidad de Marhanets, sita a sólo 30 kilómetros y que funciona como un suburbio más de Nikopol. “Murieron dos personas”, indica una funcionaria local que exhibe un vídeo que muestra un vehículo cisterna ardiendo en una de esas instalaciones. Cuarenta y ocho horas más tarde, hicieron lo mismo contra otras dos gasolineras.
Los surtidores quemados son ahora una constante en ambas villas. Una de las instalaciones sigue funcionando, con los vehículos repostando en las máquinas de distribución de gasolina que continúan activas, a metros de las que han quedado reducidas a chatarra calcinada. No lejos de allí, otra estación ha protegido sus instalaciones con bloques de cemento.
“La gente suele repostar por las noches. Se forman colas. Tienen miedo de hacerlo por el día”, precisa Anna Seluiko, responsable de una ONG local.
La urbe no parece preparada para esta ofensiva aérea. Las autoridades sólo comenzaron a cubrir las rutas con redes antidrones en los últimos días de noviembre. Los ataques han interrumpido casi todas las comunicaciones de internet o de teléfono. Tampoco hay señal de televisión.
Incremento de drones
Para el responsable militar de la administración local, Ivan Bazilyuk, los incidentes con drones se han incrementado “un 50%” desde principios de noviembre y han dejado decenas de heridos y varios muertos.
El ayuntamiento no dispone de cifras concretas sobre las víctimas de los drones. Dice que desde el inicio de la invasión en 2022 han muerto 106 civiles y casi 800 han resultado heridos, una contabilidad que incluye todo tipo de agresiones.
“Están atacando ambulancias, gasolineras o civiles en sus coches. Es la misma estrategia de terror que aplican en Jersón, pero aquí combinan drones con artillería”, opina.
Desde su despacho se escuchan las detonaciones procedentes del lado ruso. Están tan cerca que se puede escuchar el sonido que generan los proyectiles al ser disparados desde esas posiciones y pocos segundos después la explosión que anuncia su impacto en Nikopol.
La dramática realidad de Nikopol sólo difiere de la que se registra en Jersón en la escala de los asaltos aéreos. “Aquí, afortunadamente, no hemos llegado al nivel de Jersón”, reconoce Anna Seluiko.
Sin embargo, lo que ya se ha apodado como “safaris humanos” de los AUS rusos parece ser una práctica que se ha extendido a toda la región del bajo Dnipro, siguiendo los cerca de 400 kilómetros de la margen derecha del cauce fluvial bajo control ucraniano. Los rusos están en la izquierda.

Así lo denunció un informe publicado por la ONG de derechos humanos Truth Hounds el pasado 17 de noviembre. Según sus datos, en marzo pasado Jersón registró entre 600 y 700 ataques semanales con UAS. Las cifras de Nikopol eran de 459 al mes, en el periodo que va de septiembre del año pasado a marzo del presente año.
“Los drones no se están usando para ataques selectivos contra objetivos militares sino como una herramienta de violencia arbitraria contra los civiles. Las agresiones son sistemáticas y parte de las tácticas rusas en este territorio”, escribió la ONG en su indagatoria.
Tras estudiar los canales de comunicación rusos, la averiguación concluyó que los pilotos de Moscú han designado como “zona roja” una franja de 2,5 kilómetros en toda la ribera derecha donde “cualquier movimiento es un objetivo legítimo”.
El enfermero Andree Miroshnychenko es uno de los paramédicos que consiguió sobrevivir a una de las tristemente célebres “cacerías” de los aparatos rusos en las inmediaciones de Nikopol, en la madrugada del 4 de noviembre.
El ucraniano, de 43 años, viajaba en la ambulancia que trasladaba a una paciente hacia Dnipro cuando vieron un flash de luz y se vieron sacudidos por una detonación. Un artefacto lanzado por un dron había explotado en el techo.
“Tuvimos suerte. La metralla entró del lado de los medicamentos y no afectó a la mujer. Salimos corriendo de la ambulancia y sacamos a la paciente en una camilla. Nos avisaron que otro dron iba en nuestra dirección. Tuvimos que escondernos a la carrera en un socavón y cubrirnos con ropa. Todos, la enferma y nosotros”, rememora Miroshnychenko.
A los pocos minutos el segundo UAS explotó junto a la ambulancia. El cuarteto tuvo que ser evacuado con un vehículo blindado. Los paramédicos, incluido Miroshnychenko, sufrieron heridas leves.
“No es la primera vez que atacaban una ambulancia. Quieren que esto sea un nuevo Jersón“, cuenta el enfermero.
Anna Seluiko, la residente de Nikopol, es una de las muchas voces de la región ribereña, que piensan que la zona se ha convertido en “un polígono de entrenamiento” para los pilotos de drones rusos. El responsable militar de la primera localidad, Ivan Bazilyuk, matiza que “no existe confirmación oficial” sobre tal extremo pero admite que es “lo que comenta la población”. “Sabemos que los pilotos rotan cada cinco o siete semanas”, agrega.
En Jersón, la unidad de Andree Yakud -su apodo militar- se encuentra oculta en un antiguo almacén. Tienen asignados un camión equipado con una vieja ametralladora ZU-23 de la era soviética.
“Aquí ya casi no usan ‘Shahid’ [los drones de origen iraní]. No les vale la pena. Pueden recurrir a los drones pequeños. Nosotros cubrimos una zona de cinco kilómetros y derribamos una media de cinco al día”, argumenta Andree.
Según Serhiy Hrybochok, portavoz de la Guardia Costera del Cuerpo de Marines, los militares han establecido grupos móviles para derribar los UAS, combinados con unidades que ya usan drones de interceptación.
“El problema es que aquí las unidades móviles [la de Andree] tienen que estar ocultas y sólo pueden actuar durante muy poco tiempo porque a su vez son objetivo de los drones”, precisa el joven.
A tres kilómetros de las posiciones rusas
La conversación se ve interrumpida por unos segundos cuando una enorme explosión hace retumbar los muros y cristales del edificio. Los ucranianos sonríen. Los estampidos forman parte de su rutina diaria. Su posición se encuentra a tres kilómetros de las posiciones rusas, en plena zona roja.
Siempre que abandonan su escondite, uno de los militares sale equipado con el ya habitual rifle de cartuchos, convertido en el arma más efectiva para la lucha a corta distancia contra los aparatos no tripulados. “En septiembre derribamos 30 FPV y 4 Molniyas [dos tipos diferentes de UAS] con los AK-47”, indica Andree.
Basándose en su experiencia, ellos sí consideran que Jersón oficia como una suerte de terreno de prácticas para los operadores de UAS del ejército enemigo. “Lo sabemos por los datos que nos ofrecen las tarjetas de memoria de los drones que destruimos. Así podemos ver cuando han accionado la cámara. Los pilotos expertos sólo lo hacen lejos de su posición, para no verse comprometidos. Los neófitos la activan de inmediato porque no saben pilotar a ciegas”, razona Serhiy.
Los rusos utilizan la ribera izquierda como plataforma para intentar avanzar entre las ciénagas que proliferan en el Dnipro. Durante los últimos meses han acrecentado sus intentos por ocupar posiciones en la plétora de islotes que se extienden a lo largo del río, que ahora son más prominentes ante la brutal bajada del caudal que propició la destrucción de la presa Nova Khakovka en junio del 2023.
La reducción del raudal de agua ha convertido el delta del Dnipro en una especie de jungla y barro. Un paisaje muy semejante al que utilizan los militares del Primer Batallón de la Brigada 40 de Defensa Costera para entrenar a las nuevas incorporaciones, que después pelearán en ese mismo entorno.
El cuarteto que se entrena en los riachuelos a las órdenes del sargento Roman Khotab (su alias en el ejército) aprenden a realizar desembarcos desde la zodiac y desplegarse en mitad de la fronda.
Uno de sus subalternos, Alexandre, de 38 años, es un veterano de la terrible refriega que se libra por el control de una tierra yerma, donde no vive nadie, pero por la que mueren decenas de personas.
Jamaica participó en un desembarco en esas islas el pasado mes de abril junto a varios compañeros. Su relato es propio de un guión bélico. Que haya sobrevivido un milagro. Habla de días sin comer ni beber. Sin contacto con el resto de sus compañeros, a los que dejó de ver nada casi de inmediato al tener que huir de los drones. Eludiendo a estos omnipresentes aparatos no tripulados y a otra patrulla rusa que le buscaba entre la maleza.
“Allí es muy difícil ocultarse. A 30 centímetros ya hay agua”, indica.
Al final, consiguió suministrar las coordenadas de los enemigos a sus compañeros, que eliminaron a dos de los uniformados con sus AUS. Él acabó con la vida de un tercero a tiros. “Durante dos semanas estuve viviendo entre dos cadáveres”, asegura.
Su odisea acabó siendo recompensada con una medalla al coraje.
Alexandre no se vanagloria de lo acaecido. Prefiere recordar que no sabe qué ocurrió con el resto de su patrulla. “Figuran como desaparecidos en combate”, dice.
Para Roman, de 41 años, la única recompensa que espera que consigan sus alumnos es sobrevivir a un tipo de combate que recuerda a la atroz lucha que se libró en los ríos de Vietnam.
“¡Vamos! ¡Vamos!”. Los gritos del sargento se dirigen a la escuadra que se prepara.
“¡Cubriendo!”, grita uno de los uniformados mientras vigila la zona con su ametralladora para permitir el avance de su grupo.
“¡Moveos! ¡Corred!”, sigue bramando el suboficial.

Todos van cubiertos con un espeso camuflaje que imita incluso el color ocre que tiene la espesura en estas fechas. “Tenemos otro verde [para primavera y verano]. En este tipo de guerra el camuflaje es esencial”, explica Roman.
Su jefe, Bars, un oficial de 28 años, asegura que pese a que los rusos siguen enviado una media de cuatro botes cargados de tropas cada semana a las citadas islas, “la media de supervivencia de sus soldados tras desembarcar es de entre 30 minutos y una hora”.
Khotab incide en la importancia que tiene impedir que los rusos tomen el control de las islas del Dnipro. “Podrían colocar pilotos y antenas para ampliar el radio de acción de sus drones”.
Eso significaría que la zona de la muerte en la que ya se encuentran inmersas localidades como Jersón, Nikopol o Berislav cada vez se adentraría más en el territorio que defienden los ucranianos.
De día pero en oscuridad
La batalla del Dnipro se libra durante el día pero principalmente aprovechando la oscuridad, cuando decrece el tropel de drones rusos con capacidad para vigilar el territorio controlado por las fuerzas ucranianas.
La agrupación comandada por Bis (Diablo, su apodo militar), de 32 años, se dispone a partir hacia su escondite cerca de la medianoche. Los últimos kilómetros hasta el refugio excavado en el barro se conducen a oscuras. El chófer utiliza unas gafas de visión nocturna. Se trata de evitar que los drones de vigilancia rusos detecten su escondite.
El terceto se oculta en un búnker horadado en el barro. Una mesa, dos sillas de cámping y un satélite Starlink convierten el barro en un centro de operaciones.
“¡Listos para empezar la operacion!”, informa Bis a su interlocutor.
“¡Copiado, no hay lluvia y no se ven drones rusos alrededor!”, le replican.
La patrulla utiliza la caja donde guarda el dron de carga como soporte del aparato. Otro de los expertos se dedica a montar una de las minas a pocos metros. “Lleva 600 gramos de explosivo y nadie puede sobrevivir en un radio de 30 metros”, explica Bis.

La unidad de zapadores del suboficial está especializada en bloquear los accesos a las islas del río. La era en la que estos especialistas colocaban o desmontaban los explosivos a mano es historia. “Ahora lanzamos las minas con drones y también hacemos el desminado con robots”, precisa Bis.
El UAS ucraniano ha despegado. Las imágenes que recoge su cámara permiten apreciar el cenagal por el que se lucha desde hace meses. Es una zona repleta de lagunas y aglomeraciones de juncos.
“Hay dos lobos [en la zona del río]”, anuncia el operador de radio.
“Seguro que se alimentan de carne humana”, dice Bis. Un comentario que alude al ingente coste en vidas que está dejando este conflicto.
El aparato ucraniano se detiene cerca de unas trincheras y se divisa como arroja los explosivos.
Cuando inicia su regreso, los drones de vigilancia ucranianos les alertan. “Cuidado, hay un mavic (un tipo de UAS) ruso que os sigue”.
El mayor peligro para este tipo de agrupaciones es que los rusos localicen su posición, que de inmediato es arrasada por los UAS o la artillería.
Chaklun (hechicero), otro de los compañeros de Diablo, se acoge al optimismo. “Nuestro dron es mucho más rápido que el mavic“, dice. Bis prefiere instalarse en la ambigüedad. “¿Qué si nos pueden localizar? 50, 50”, opina acompañando la frase de una sonrisa irónica.
Esta vez se impone la lógica de Chaklun y el dron ucraniano retorna a su posición eludiendo la vigilancia del ruso.
“Hoy hemos terminado el trabajo. Se trata de frenar el avance de los rusos”, sentencia su jefe antes de plegar los pocos utensilios utilizados y abandonar su escondrijo.


