Por su cercanía con Estados Unidos, su red de tratados y estructura productiva y, al mismo tiempo, por su intensa relación con China, México se ha convertido en un eslabón entre dos potencias en tensión permanente.

La economía global se reconfigura al ritmo de la geopolítica. Los viejos consensos comerciales se erosionan con rapidez, las cadenas de suministro se redibujan y el nacionalismo económico impulsado por Donald Trump se impone como criterio rector en las decisiones estratégicas por todas partes.

En este tablero inestable, México ocupa una posición peculiar: es un ‘país bisagra’.

Por su cercanía con Estados Unidos, su red de tratados y estructura productiva y, al mismo tiempo, por su intensa relación con China, se ha convertido en un eslabón entre dos potencias en tensión permanente.

México es desde hace tiempo el principal exportador hacia EU y su segundo comprador detrás de Canadá. Aunque exporta poco a China, es el segundo mayor receptor de productos chinos en occidente, sólo después de EU, superando a todos los países europeos tomados en lo individual.

Esta posición ofrece oportunidades, pero también expone al país a presiones constantes si no se gestiona con visión estratégica.

Tres hechos recientes muestran claramente esta fragilidad.

Este martes, en Estocolmo, Estados Unidos y China acordaron seguir negociando, aunque la delegación china dio por hecho la extensión de 90 días en la tregua arancelaria y Scott Bessent, el secretario del Tesoro de EU, señaló que aún falta “un par de detalles” para ello.

La probable extensión de la tregua es sólo una pausa táctica, no una solución estructural.

La guerra comercial, aunque temporalmente congelada, continúa latente. Para México, que recibe inversiones chinas buscando esquivar aranceles mediante el T-MEC, esta tregua no despeja el horizonte: lo mantiene en suspenso.

Pero si la tensión global genera incertidumbre, la negociación bilateral con Estados Unidos intensifica aún más la presión. Este viernes vence el plazo que Donald Trump fijó para imponer aranceles de 30% a las exportaciones mexicanas, salvo que se logre un nuevo acuerdo.

El secretario de Economía, Marcelo Ebrard, señaló que México ya hizo lo que tenía que hacer y ahora está a la espera de la decisión que tome el gobierno de Trump, pero espera que haya un buen acuerdo.

La expectativa es que siga la exención para los productos amparados por el T-MEC y para el resto, quizás la tasa base de 15 por ciento que ha propuesto para otros acuerdos, en lugar del 25 por ciento que se aplica hoy.

La presión es real y asimétrica: México depende de EU para más del 80% de sus exportaciones totales y representa alrededor del 15% de las importaciones totales estadounidenses. Una interrupción abrupta sería devastadora para sectores clave como la industria automotriz, que concentra un tercio del comercio bilateral.

Paradójicamente, el nearshoring —una de las mayores oportunidades recientes para México— también ha generado una dependencia y una oportunidad adicional: ser el ensamblador por excelencia para un mercado que cada vez impone condiciones más duras y discrecionales. Pero, al mismo tiempo, puede ser la meca de las inversiones.

Por último, surge un horizonte aún más complejo: la anunciada renegociación del T-MEC para 2026.

Howard Lutnick, secretario de Comercio de EU, ya advirtió que la próxima revisión del tratado será profunda y estratégica, no técnica. Podrían endurecerse las reglas de origen, restringirse la participación china en la cadena de suministro regional e imponerse nuevas condiciones laborales, energéticas y de seguridad nacional. Lo que Trump no logró al inicio del tratado, lo intentará redefinir en 2026 bajo su nueva óptica y con una posición de mayor fuerza.

Estos tres elementos —la tregua comercial entre China y EU, la negociación arancelaria inmediata y la futura renegociación del T-MEC— demuestran claramente que México no puede seguir operando en piloto automático.

Ser un ‘país bisagra’ en este contexto implica riesgos. El acceso preferencial al mercado estadounidense, corazón del modelo exportador mexicano, ya no ofrece certezas, sino interrogantes y presiones.

Ante este panorama, México necesita mucho más que ventajas geográficas y acuerdos firmados: requiere instituciones sólidas, certidumbre jurídica, una política industrial activa y una diplomacia económica independiente y proactiva.

México puede jugar un papel clave en el nuevo modelo de integración productiva norteamericana, convirtiéndose en una plataforma de valor agregado y resiliencia estratégica.

Pero para lograrlo debe dejar de ser un puente entre dos potencias.

La historia no ofrece indulgencias. México ya no puede depender sólo de su ubicación estratégica; necesita construir un proyecto productivo claro, sólido y autónomo.

El país que no define su rumbo propio termina siendo apenas un campo de batalla entre poderes ajenos.