Muchos estaremos de acuerdo en que el mundo del siglo XXI está viviendo una crisis sistémica de pronóstico reservado. Vivimos tiempos extraordinarios que han permitido la aparición de líderes pocas veces vistos. Como disculpa anticipada digo al abnegado lector de este artículo, que mi análisis parte de mi formación como psicóloga, por lo tanto, supongo que los individuos que han perpetrado la agonía de la democracia merecen ser estudiados en el contexto de una sociedad que celebra su existencia.
Nada despreciable resulta en este contexto la capacidad innegable de las redes sociales para consolidar la mitificación de estos líderes que encarnan una forma de ejercer el poder sin límites y con un desprecio total a los contrapesos. Los cambios de paradigma que estamos viviendo en buena medida han sido promovidos por la voluntad de “personalidades” que se han atrevido a lo impensable y que han resultado -por ahora- aclamados por las masas.
Las temerarias propuestas de Trump y su desenfado al plantear cosas terribles es una muestra de ello. Ahora bien, el querer comprar Groenlandia o hacer un resort de lujo en Gaza; el dividirse el botín de Ucrania con el dictador Putin; o amenazar con aranceles para que el mundo se doblegue a sus caprichos; su racismo, homofobia y misoginia entre otros horrores, nos permiten preguntar: ¿Trump está loco? Vamos a ver, el tema es complejo.
Cuarenta psiquiatras destacados de USA se dieron a la tarea (tanto en el primer gobierno de Trump, como en este que acaba de empezar) de analizar a este personaje en un libro realmente interesante: “El muy peligroso caso de Donald Trump” (Edit. Bandy. 2024). Estos profesionales introducen en el documento el concepto de Normalidad Maligna que implica una personalidad que puede considerarse socialmente adaptada y ser percibida por lo general como “normal” pero que son simultáneamente capaces de conductas altamente destructivas, carentes de empatía y posibilitados emocionalmente para cometer actos o tomar decisiones profundamente malignas que perjudican a los otros y que solo los benefician a ellos.
Los expertos desarrollaron este concepto a partir del estudio de soldados y médicos nazis que trabajaron en campos de concentración en la IIGM y que lograron conciliar y asumir la ejecución, tortura y experimentación con seres humanos y, al mismo tiempo, tener una vida familiar y social satisfactoria. Estas personas se fueron adaptando lentamente a “su” malignidad que al parecer mantenían encapsulada y sin que afectara otras áreas de su existencia y personalidad. ¿Estaban locos? Usted dirá.
La normalidad maligna puede adoptar diversas formas. Para los autoritarios este trastorno conlleva la creación de una realidad propia y la proclividad a desconocer y/o destruir cualquier tipo de contrapeso o autoridad que se oponga a sus designios.
No, no están locos, dirán muchos, solo imponen sus ambiciosos proyectos a costa de los demás. ¿Estarán locos los que votaron por ellos? ¿Estarán locos los que permiten que estos seres los gobiernen? No sé, usted dirá.
POR TERE VALE COLABORADORA @TEREVALEMX